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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

Estudio Bíblico: Lírica bíblica (IV): Salmos (IV): Salmos de súplica

Viernes, 5 de Junio de 2015

Sin ningún género de dudas, el libro de los salmos contiene algunas de las porciones literarias de mayor hondura psicológica no sólo de la Biblia sino de la Historia de la literatura universal.

Tal circunstancia queda claramente de manifiesto en los denominados salmos de súplica. En ellos contemplamos al ser humano en su desnudez absoluta. Cada yo es un yo en si mismo que sólo tiene para dirigirse en su soledad y demás tribulaciones a Dios.

El Salmo 3, por ejemplo, es el de la persona que se sabe rodeada de unos enemigos que no dejan de multiplicarse (v. 1 y 2). El Salmo 5 pone ante nuestra mirada a aquel persona que ama al único Dios verdadero y que por ello es calumniado y vilipendiado por los malvados (v. 9). El Salmo 13 nos transmite la súplica del que se ve inmerso en la aflicción y la pena sabedor de que sus enemigos se alegrarán de su desgracia (v. 4). El Salmo 22 es un texto extraordinario en que podemos ver al propio mesías abandonado y suplicando a Dios. Tampoco falta el caso del que suplica a Dios porque es un pecador. Quizá el ejemplo más claro de ello sea el Salmo 51, escrito por David después de su pecado con Betsabé. David era consciente de que ni sus méritos ni ningún tipo de ceremonia podrían lavar su pecado. Sólo el amor inmerecido de Dios podría hacerlo, pero para recibir ese amor, David tenía que reconocer su culpa sin ningún género de paliativos y aceptar que la salvación no podía proceder de sus méritos. A decir verdad, nadie que no tenga un “corazón contrito y humillado” será recibido por Dios (v. 17).

Los salmos de súplica constituyen una afirmación innegable del Sola gratia que tanto enfatizó la Reforma y que aparece a lo largo de la Biblia. Como señala acertadamente el Salmo 130: 3: “Jah, si miraras los pecados, ¿quién, oh Señor, podría tenerse en pie?”. Semejante afirmación escuece a los que creen que pueden salvarse por sus méritos o por sus obras, pero constituye una enseñanza esencial en las Escrituras. Como bien mostró Pablo en Romanos 3: 9-20: ¿Qué, pues? ¿Somos nosotros mejores que ellos? En ninguna manera; pues ya hemos acusado a judíos y a gentiles, que todos están bajo pecado. Como está escrito:
No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles;
No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno. Sepulcro abierto es su garganta; con su lengua engañan. Veneno de áspides hay debajo de sus labios; su boca está llena de maldición y de amargura. Sus pies se apresuran para derramar sangre; quebranto y desventura hay en sus caminos; y no conocieron camino de paz. No hay temor de Dios delante de sus ojos. Pero sabemos que todo lo que la ley dice, lo dice a los que están bajo la ley, para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios; ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado”.

Los autores de los Salmos sabían que nada merecían y que nada podían ofrecer a Dios salvo sus faltas. Por eso, se confiaban en la Sola Gratia con una sencillez que nos conmueve. De manera también reveladora, sólo se dirigían a Dios. Por su cabeza, jamás habría pasado la idea de inclinarse ante una imagen o encomendarse a nadie que no fuera Dios. Eso lo habrían hecho las naciones idólatras que rodeaban a Israel, pero jamás un miembro del pueblo de Dios. Precisamente por eso las diferencias en los resultados resultaban tan acusadas. Las naciones entregadas a la idolatría, las que elevaban sus oraciones a otros seres que no era el único Dios verdadero y se inclinaban ante imágenes fabricadas por el hombre eran presa de la angustia. Los que, orando al Dios único y únicamente, se veían rodeados de enemigos podían afirmar: “Yo me acosté y me dormí, y desperté porque YHVH me sostenía. No temeré a miríadas de gentes que levantaran sitio contra mi” (3: 5-6).

Esa paz sólo la puede disfrutar el que reconoce su pecado humildemente; el que acepta que no puede por sus propios méritos obtener el perdón; el que se confía a Dios en la fe de que sólo El puede cambiar su vida. Es una paz que ninguna organización religiosa, ninguna ceremonia, ningún psiquiatra y ninguna ideología pueden proporcionar. Tal y como señala el Salmo 4: 8: “En paz me acostaré e igualmente dormiré, porque sólo Tu, YHVH, me haces vivir confiado”.

Lectura recomendada: Salmos 3, 4, 51 y 130.

 

Marcos 6: 7-29: Los Doce y Juan (I)

El episodio de incredulidad en Nazaret que vimos en nuestra última entrega habría desanimado a cualquiera. Sin embargo, no fue el caso de Jesús. Por el contrario, llamó a sus doce discípulos más cercanos y los envió a predicar. El ministerio de los Doce fue único y no fue concebido jamás como una jerarquía que contaría con sucesores. Era totalmente imposible que así fuera porque los apóstoles eran doce, precisamente, para juzgar en su día a las doce tribus de Israel (Mateo 19: 28) y sólo podían serlo aquellos que hubieran seguido a Jesús desde el inicio y fueran testigos de su resurrección (Hechos 1: 21-22). Pretender que esa condición es objeto de sucesión constituye, pues, una terrible muestra de ignorancia o de mala fe. Claro que los apóstoles no sólo se caracterizaban por tener encomendado el juicio de las tribus de Israel y el haber vivido con Jesús sino que además debían presentar unas características muy concretas que aparecen descritas en este pasaje.

1. La autoridad sobre los espíritus inmundos (v. 7). No deja de ser significativo que las escasas veces que Juan Pablo II se encontró con endemoniados no lograra liberar a los infelices ni en una sola ocasión a pesar de que se valió de toda la panoplia católica. Tampoco – a decir verdad – resulta sorprendente. Sin embargo, jamás habría sucedido cosa semejante con un apóstol siquiera por el hecho de que contaba con una autoridad real que derivaba de Jesús, una autoridad que expulsaba demonios.

2. La ausencia de bienes materiales (v. 8-10). Los apóstoles se caracterizarían también por no tener bienes materiales. De hecho, sería impensable que almacenaran dinero o que contaran con una vivienda lujosa o que dispusieran de un banco. Su caminar itinerante no sería para detenerse en las moradas de los poderosos sino para aceptar lo más humilde mientras predicaran el Evangelio. ¿Vive alguien en un palacio o en una mansión lujosa? ¿Gestiona caudales? ¿Pertenece a una confesión religiosa que dispone hasta de un banco? Si es así, nada tienen que ver con los Doce que siguieron a Jesús y mucho menos, si cabe, con las instrucciones que dio.

 

3. Deberían anunciar la conversión (v. 11-12). Lejos de tener un mensaje encaminado a la ceremonia, a la sumisión a una organización o a intentar ser popular los Doce debían ser muy claros en su mensaje. El Reino de Dios se había acercado y sólo cabía entrar en él o quedarse fuera. Si ese era el caso no debían insistir (v. 11). La suerte de aquellas gentes que hubieran rechazado el mensaje del Evangelio de gracia en favor de sus creencias, tradiciones religiosas o prejuicios sería peor en el día del juicio que la de Sodoma y Gomorra. Sin embargo, no por eso debían ser perseguidas ni coaccionadas. Si una organización ha sancionado la persecución de disidentes religiosos o de aquellos que no aceptaban su mensaje, su conducta dista mucho de la que Jesús enseñó a sus discípulos y

4. El poder de Dios se vería en ellos (v. 13). De los Doce – que marcharían no a las órdenes de Pedro sino de dos - se esperaba que manifestaran el poder de Dios. No realizarían ceremonias ni pretenderían perdonar pecados. Pero sí expulsarían demonios. Lo harían no gracias a un manual o a un complejo ritual de exorcismos sino porque el poder de Dios los acompañaría. Por añadidura, ungirían a los enfermos con aceite y se curarían. Si, en lugar de esa acción de Dios, lo que vemos es a gentes que repiten fórmulas sin que los espíritus inmundos salgan o que, en lugar de ungir con aceite y sanar a los enfermos, los ungen justo antes de que se mueran… bueno, sobran las palabras. En nada se parecen a los apóstoles y pretender que los han sucedido no pasa de ser, como mínimo, un disparate grotesco, una pretensión rezumante de soberbia y una estafa espiritual. Sin embargo, como todas las estafas, al final, los resultados son obvios. La predicación del Evangelio implica un llamamiento a la vida del Reino, un anuncio de juicio y una manifestación del poder de Dios en las vidas de las personas que se encuentran con él. Es vida y vida en abundancia que puede satisfacer las más íntimas necesidades del ser humano. Cuando en lugar de eso se predica la sumisión a un hombre que vive en un palacio inmenso o en una gran mansión; la práctica de ceremonias de dudoso origen y la sustitución de la Biblia por el emocionalismo y otras conductas poco recomendables… podemos calificarlo como queramos, pero, desde luego, jamás como una predicación apostólica.

CONTINUARÁ

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