Desde luego, la amargura de aquella noche acababa de dar inicio para Jesús y sus discípulos. A éstos les anunció que huirían cuando el Pastor, él mismo, fuera herido (Marcos 14, 27; Mateo 26, 31) – una referencia al profeta Zacarías 13, 7 – y cuando Pedro insistió en que jamás se comportaría así, Jesús le anunció que antes de que antes de que cantara el gallo, antes de que amaneciera, le habría negado tres veces (Lucas 22, 34). Luego, de manera totalmente inesperada, Jesús reinterpretó totalmente los símbolos pascuales presentes sobre la mesa. Al igual que en el pasado, se había valido de metáforas señalando que era la puerta (Juan 10, 9) o un manantial de agua viva (Juan 7, 37-39), ahora indicó que el pan ácimo que compartían era su cuerpo que iba a ser entregado por ellos (Marcos 14, 22) y la copa ritual que debía consumirse después de la cena era el Nuevo pacto basado en su sangre que sería derramada en breve para remisión de los pecados (Mateo 26, 28). Así quedaba inaugurado el Nuevo Pacto que habían anunciado los profetas (Jeremías 31, 31; Zacarías 9, 11). En el futuro seguirían participando de la Pascua, comiendo de aquel pan y bebiendo de aquella copa, pero deberían hacerlo con un significado añadido al que había tenido hasta entonces porque él mismo no bebería de aquel “fruto de la vid” hasta que se consumara el Reino de Dios, el Reino de su Padre (Mateo 26, 29; Marcos 14, 25).
Durante los siglos siguientes, las distintas confesiones cristianas han elaborado interpretaciones - no pocas veces sofisticadas y en cualquier caso contradictorias - sobre el significado de aquellas palabras de Jesús. No resulta exagerado afirmar que no pocas de ellas, por su pesado componente helenístico, hubieran sido totalmente incomprensibles para judíos como Jesús y sus discípulos. Por otro lado, a varias décadas de aquellos hechos lo que creían las primeras comunidades cristianas quedó expresado con enorme claridad – e incomparable sencillez - por Pablo al escribir a los corintios: comían el pan y bebían el vino, símbolos del cuerpo de Cristo entregado en sacrificio y de su sangre derramada por todos en la cruz, para recordar lo que había sucedido aquella noche y hasta que el Señor Jesús regresara (I Corintios 11, 25-26). Como han sabido ver distintos exégetas a lo largo de los siglos, afirmar algo que vaya más allá de la ingestión de pan ácimo y del vino propios de la celebración de la Pascua judía en memoria de la última cena celebrada por Jesús con sus discípulos excede – en ocasiones con enorme holgura – lo que el mismo Maestro dijo a sus seguidores en aquella triste noche. Erasmo de Rotterdam con su particular ironía y erudición señaló en su magistral Elogio de la locura c. LIII que si a los apóstoles se les hubiera preguntado por la transubstanciación “no hubieran podido responder” porque “ellos adoraban a Dios, pero en espíritu y sin más norma que aquel precepto evangélico que dice: “Dios es espíritu, y hay que adorarle en espíritu y verdad”. Tenía razón el erudito, pero siglos de pésimas interpretaciones no desaparecen por la simple acción de alguien que conoce las Escrituras.
Concluida la cena, Jesús dedicó un tiempo a intentar confortar a unos discípulos cada vez más confusos y desconcertados. La tradición joanea nos ha transmitido una parte de aquellas palabras pronunciadas todavía en el cenáculo (Juan 14). También nos ha hecho llegar otras que dijo cuando, como judíos piadosos, tras cantar los salmos rituales del Hal.lel, salieron a la calle, de camino hacia Getsemaní (Juan 15-16). Aunque se ha insistido mucho en atribuir estos pasajes a la simple mente del autor del Cuarto Evangelio, lo cierto es que tienen todas las señales de la autenticidad que sólo puede comunicar un testigo ocular y, sobre todo, lo que en ellos podemos leer encaja a la perfección con lo que conocemos del carácter medularmente judío de Jesús por otras fuentes históricas. El Jesús que encontramos es el buen pastor preocupado por el destino de los suyos, consciente de que va a morir en breve y, sin embargo, lleno de esperanza, un buen pastor modelado sobre el patrón de pasajes bíblicos como Ezequiel 34 o el Salmo 23. Sin duda, le aguardaba quedarse solo y contemplar la dispersión de los suyos, pero, al fin y a la postre, sus discípulos disfrutarían de una paz que el mundo – un mundo que iba a ser vencido a través de su muerte - no puede dar (Juan 16, 32-33).
Avanzada ya la noche, el Maestro y sus discípulos llegaron al Getsemaní, un huerto situado entre el arroyo Cedrón y la falda del monte de los olivos. Jesús deseaba que, al menos, Pedro, Santiago y Juan, sus tres discípulos más cercanos, le acompañaran orando en unos momentos especialmente difíciles. No fue así. Cargados de sueño – la noche era alta y la cena de Pascua exigía el consumo de cuatro copas rituales de vino – se quedaron dormidos una y otra vez dejando a Jesús totalmente solo en las horas más amargas que había vivido hasta entonces (Lucas 22, 39-46; Mateo 26, 36.46; Marcos 14, 32-42). Cuando Jesús intentaba por tercera vez despertarlos se produjo la llegada de Judas.
Jesús aún estaba dirigiéndose a sus adormilados discípulos cuando apareció un grupo de gente armada con la intención de prenderle. Algún autor como Rudolf Bultmann ha pretendido que se trataba de soldados romanos intentando apoyarse en el texto de Juan 18, 3, 12 donde se habla de una speira (cohorte) mandada por un jilíarjos (comandante). Como en tantas ocasiones, Bultmann – y los que lo han seguido - pone de manifiesto un inquietante desconocimiento de las fuentes judías que son muy claras en cuanto al uso del término speira. De entrada, todas las fuentes coinciden en que los que tenían el encargo de prender a Jesús habían sido enviados por las autoridades del Templo (Marcos 14, 43; Mateo 26, 47; Juan 18, 2). Inverosímil es que una fuerza romana se pusiera a las órdenes del sumo sacerdote judío y aún más que aceptara entregar al detenido a éste en lugar de a su superior jerárquico. Pero es que además las fuentes judías son muy claras al respecto. En la Septuaginta, speira es un término usado para indicar tropas no romanas y además no con el sentido de cohorte sino de grupo o compañía (Judit 14, 11; 2 Macabeos 8, 23; 12, 20 y 22). Por lo que se refiere a la palabrajilíarjos – que aparece veintinueve veces – se aplica a funcionarios civiles o militares, pero nunca a un tribuno romano. Un uso similar encontramos en Flavio Josefo donde tanto speira comojilíarjos se usan en relación con cuerpos militares judíos (Antigüedades XVII, 9, 3; Guerra II, 1, 3; II, 20, 7). Que así fuera tiene una enorme lógica porque en lengua griega, la palabra jilíarjos – que, literalmente, significa un jefe de mil hombres – es empleada por los autores clásicos como sinónimo de funcionario, incluso civil. Lo que la fuente joanea indica, por lo tanto, es lo mismo que las contenidas en los sinópticos. Un destacamento de la guardia del Templo había acudido a prender a Jesús y a su cabeza iba su jefe acompañado por Judas. Junto a ellos, marchaban algunos funcionarios enviados directamente desde el Sanhedrín (Juan 18, 3) y Malco, un esclavo del sumo sacerdote Caifás (Marcos 14, 47; Juan 18, 10) quizá destacado para poder dar un informe directo a su amo de cualquier eventualidad que pudiera acontecer.
Contra lo que se ha dicho en multitud de ocasiones, el arresto no colisionaba con las normas penales judías porque se llevara a cabo de noche, ni tampoco porque se valiera para su realización de un informador. Éste, desde luego, era esencial para poder identificar a Jesús. Muy posiblemente, Judas había llevado a la guardia del Templo hasta la casa donde se encontraba el cenáculo y, al no encontrar allí a Jesús, los había conducido a Getsemaní. El Monte de los olivos estaba lleno de peregrinos que habían subido a Jerusalén para celebrar la fiesta y la noche aún dificultaba más la localización de cualquier persona. Judas era, por lo tanto, la clave para solventar aquellos dos inconvenientes. Según había indicado a sus pagadores, la señal que utilizaría para indicar quién era Jesús sería un beso (Mateo 26, 48; Marcos 14, 44).
No debió ser difícil dar con Jesús. Tampoco lo fue hacerse con él. Como se había convenido, Judas se acercó hasta él, lo saludó y lo besó (Mateo 26, 49; Lucas 22, 47; Marcos 14, 45). Jesús no mostró el menor resentimiento, la menor agresividad, la menor amargura hacia el traidor. Por el contrario, según relata la fuente mateana, al mismo tiempo que le preguntaba si iba a entregarle con un beso, le llamó “amigo” (Mateo 26, 50). Es muy posible que aquella palabra causara alguna impresión en Judas. En cualquier caso, Jesús, como el siervo-mesías del que había escrito el profeta Isaías, no opuso resistencia alguna (Isaías 53, 7). Tampoco permitió que la presentaran sus seguidores. Así, ordenó a Pedro, que había herido a Malco, que envainara su espada (Juan 18, 10-12) e indicó que todo aquello no era sino el cumplimiento de las Escrituras (Mateo 26, 52-6; Marcos 14, 48-9). En ese momento, todos sus discípulos, quizá por primera vez conscientes de lo que su Maestro llevaba anunciándoles durante tanto tiempo, huyeron despavoridos.
(TOMADO DE César Vidal, Jesús el judío)
CONTINUARÁ