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Jueves, 26 de Diciembre de 2024

Mateo, el evangelio judío (XIV)

Viernes, 20 de Abril de 2018

El Sermón del monte (VII): La Torah (IV): confianza en Dios y amor al prójimo

Shimón el Tsadiq indicaría que tras la Torah y el servicio a Dios debía venir la práctica de la misericordia. Jesús sigue esa división también en esta parte del Sermón del Monte, pero de manera bien significativa, antecede la práctica de la misericordia de una prolongada enseñanza sobre el dinero y la ansiedad. Si bien se mira, el orden adoptado por Jesús está saturado de lógica, de una lógica que nace del sentido común y de la observación aguda de la realidad. ¿Qué es lo que más cohíbe la práctica de la misericordia, de la compasión, de la ayuda al prójimo? El temor al futuro y la necesidad de dinero podría decir cualquiera que ha pasado por circunstancias como un reajuste de plantilla en una empresa o la competición para obtener un puesto de trabajo. Ante la posibilidad de encontrarse lanzado a la incertidumbre y a la necesidad, el ser humano traiciona a su prójimo, lo ataca o, al menos, le da la espalda para no tener que significarse comprometiendo su bienestar – o lo que considera como tal – y su seguridad – o lo que ve como tal. Naturalmente, en esa visión de la vida, el dinero tiene un inmenso valor. A decir verdad, es como una especie de ancla que asegura el barco de cada existencia frente a los avatares de la navegación cotidiana. Sin embargo, la enseñanza de Jesús a sus discípulos iba en una dirección muy diferente, tanto que podríamos calificarla de auténticamente subversiva para el ser humano común y corriente.

No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín los corrompen, y donde los ladrones hacen agujeros y hurtan. Más bien, haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín los corrompen, y tampoco los ladrones hacen agujeros o hurtan, porque donde esté vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón.

La lámpara del cuerpo es el ojo: así que, si tu ojo fuere bueno, todo tu cuerpo tendrá luz, pero si tu ojo fuere malo, todo tu cuerpo estará sumido en las tinieblas. Así que, si la luz que en ti hay son tinieblas, ¿cómo serán las mismas tinieblas? Ninguno puede servir a dos señores, porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o se someterá a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero. Por tanto os digo: no tengáis ansiedad por vuestra vida, por lo qué habéis de comer, o por que habéis de beber; ni tampoco por vuestro cuerpo, por lo qué habéis de vestir. ¿Acaso no es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?

Mirad las aves del cielo. No siembran, ni siegan, ni juntan en graneros, pero vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Acaso no sois vosotros mucho mejores que ellas?. Porque ¿quién de vosotros podrá, angustiándose, añadir á su estatura un codo? Y por el vestido ¿por qué os angustiáis? Observad los lirios del campo, cómo crecen; no trabajan ni hilan; pero os digo, que ni aun Salomón con toda su gloria se vistió como uno de ellos. Y si la hierba del campo que hoy existe, y mañana es arrojada al horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe?

No os angustiéis, por lo tanto, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o con qué nos cubriremos? Porque los gentiles buscan todas estas cosas, pero vuestro Padre celestial sabe que de todas estas cosas tenéis necesidad. Pero buscad, en primer lugar, el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas. Así que, no os angustiéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán y basta a cada día su propio afán.

(Mateo 6, 19-34)

 

Las palabras de Jesús impresionan por su vigor y actualidad. A fin de cuentas, el ser humano pone su corazón en aquello que considera que es su tesoro y no cabe duda de que millones identifican ese tesoro con el dinero y la seguridad que, supuestamente, aporta. Así, sin saberlo, lo convierten en su dios, incluso aunque, formalmente, adoren a otro o se confiesen ateos. Para remate, no consiguen librarse de la ansiedad, esa ansiedad que es lógica en los goyim, en los gentiles, en los que creen en dioses falsos o ni siquiera creen. Pero los que creen, los que siguen la herencia de Israel, los que saben que Dios es un Padre, no pueden ver así las cosas. Tienen que volver la mirada en derredor suyo y percatarse de que el Padre que viste a las flores y que da de comer a las aves, no dejará de hacerlo con Sus hijos. Tienen que comprender que su tesoro está en Dios y en Su Reino, que debe ser buscado por encima de todo. Tienen que entender que sólo así evitarán la idolatría y conservarán una mirada lo suficientemente limpia como para vivir adecuadamente ante Dios y ante sus semejantes.

Los que han logrado colocar su vista en la misma línea que Dios la enfoca serán los que evitarán condenar porque han sido perdonados por Dios (Mateo 7, 1-2), serán los que no se ocuparán de mejorar a los demás sino antes de mejorarse a si mismos (Mateo 7, 3-5), serán los que no perderán el tiempo intentando que los demás acepten lo sagrado porque no todos desean hacerlo y porque pueden volverse contra ellos y destrozarlos. Ante situaciones como ésas, no vivirán con amargura, con resentimiento o con desaliento. Por el contrario, confiarán en que Dios les concederá lo necesario de la misma manera que el padre al que el hijo le pide pan le da pan y no una piedra o si le pide pescado, se lo entrega, en lugar de darle una serpiente (Mateo 7, 7-11).

El que comprenda todo esto y lo viva podrá asumir el corazón de la halajáh de Jesús, de su interpretación de la Torah:

 

“De manera que todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros hacedlas también vosotros con ellos, porque esto es la Torah y los profetas”

(Mateo 7, 12)

 

La pregunta sobre la esencia de la Torah había tenido diversas respuestas a lo largo de la Historia de la fe de Israel. El rabino Hil.lel ya había señalado unas décadas antes de Jesús que consistía en no hacer a los demás lo que uno no desea que le hagan y en ello había coincidido con algunos filósofos gentiles. Sin embargo, Jesús iba más allá. No se trata meramente de abstenerse de hacer el mal. En realidad, se trata de hacer el bien y además el mismo bien que nos gustaría recibir a nosotros y que, desde luego, no se limita al seno de Israel o de cualquier otro grupo humano. Semejante enseñanza, lejos de ser una consigna utópica, se halla preñada de consecuencias prácticas. ¿Desearíamos que nuestro cónyuge nos fuera fiel? Pues así deberíamos comportarnos nosotros. ¿Desearíamos que el vecino no nos mintiera ni intentara manipularnos? Pues así deberíamos comportarnos nosotros. ¿Desearíamos que los demás no nos abandonaran cuando la vida nos golpea y es difícil encontrar alguien a nuestro lado? Pues así deberíamos comportarnos nosotros. ¿Desearíamos que nos tendieran la mano en los momentos más difíciles? Pues así deberíamos comportarnos nosotros. Ése es el resumen de la enseñanza ética contenida en la Torah y en los profetas de Israel.

Por añadidura, Jesús indica que no hay alternativa. La puerta estrecha y el camino angosto predicados por él son los únicos que llevan a la vida, mientras que la puerta ancha y el camino espacioso predicados por otros sólo conduce a la perdición (Mateo 7, 13-4). Ciertamente, habrá personas que pretenderán ser seguidores de Jesús, pero por sus frutos se sabrá si lo son o si se trata meramente de lobos rapaces disfrazados de corderos (Mateo 7, 15-20) y la manera de identificarlos nunca será lo milagroso, lo prodigioso, lo espectacular. A decir verdad, es posible que algunos de los que vivan así piensen que lo están siguiendo, pero la trágica realidad es que nunca han llegado a conocerlo (Mateo 7, 21-23).

 

La conclusión final del Sermón del Monte indica hasta qué punto resultaba esencial en la enseñanza comunicada por Jesús el llevar una existencia que transcurre de acuerdo con la consumación de la Torah. El que asienta su vida sobre los principios expuestos por él actuaría como el que construye su casa sobre unos cimientos de roca que permiten resistir las inundaciones y las riadas; el que no se comporta así, estará levantando su existencia sobre una base de arena condenada a desplomarse ante las primeras dificultades de peso (Mateo 7, 24-27).

El evangelista Mateo señala que cuando Jesús concluyó sus palabras “la gente se quedaba admirada de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas” (Mateo 7, 28-29). Ciertamente, no exageraba. Jesús no citaba precedentes rabínicos para establecer su autoridad como hacían los escribas. Su autoridad era propia. Nos acercaremos al origen de esa autoridad de la que hacía gala Jesús y que tanto sorprendía a sus contemporáneos.

 

 

CONTINUARÁ

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