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Martes, 24 de Diciembre de 2024

Controversias con los adversarios

Martes, 30 de Marzo de 2021

El día siguiente, Jesús regresó con sus discípulos a Jerusalén.  A esas alturas, sus adversarios estaban más que decididos a desacreditarlo como vía previa a su condena.  El primer acercamiento cuestionó la autoridad de Jesús para hacer lo que había llevado a cabo el día antes en el Templo (Mateo 21, 23-27; Lucas 20, 1-8; Marcos 11, 27-33).  ¿Quién era para hacer aquello?  Si Jesús respondía que el mesías, se colocaría en una situación muy vulnerable y podría ser detenido inmediatamente.  Si, por el contrario, lo negaba, era de esperar que sus seguidores lo abandonaran presa de la desilusión.  Sin embargo, Jesús no se dejó enredar en una discusión que sabía que no conduciría a ninguna parte.  Por el contrario, exigió antes de responder que le dijeran cuál era la fuente de la autoridad de Juan el Bautista.  Los adversarios de Jesús captaron inmediatamente el callejón sin salida en que los colocaba aquella pregunta.  Si respondían que Juan el Bautista tenía sólo una autoridad humana corrían el riesgo de que una multitud que lo consideraba profeta los linchara, pero si afirmaban que había sido enviado por Dios era seguro que Jesús les preguntaría por qué no lo habían obedecido.  Optaron, por lo tanto, por decir que lo ignoraban.  La respuesta de Jesús fue entonces cortante y directa: puesto que ellos no le respondían tampoco él lo haría.  Sin embargo, tampoco estaba dispuesto a dejarles marchar sin más.  Acto seguido, les refirió dos meshalim que nos han llegado a través de la fuente mateana:

 

          Pero ¿qué os parece? Un hombre tenía dos hijos, y acercándose al primero, le dijo: Hijo, vete hoy a trabajar en mi viña.  Le respondió: “No quiero”; pero después, arrepentido, fue.  Y acercándose al otro, le dijo de la misma manera; y respondiendo él, dijo: Sí, señor, voy, pero no fue.  ¿Cuál de los dos hizo la voluntad de su padre? Dijeron ellos: El primero. Jesús les dijo: En verdad, os digo que los publicanos y las rameras os preceden en el camino hacia el reino de Dios.  Porque vino a vosotros Juan por camino de justicia, y no le creísteis; pero los publicanos y las rameras le creyeron; y vosotros, aún viendo esto, no os arrepentisteis para después creerlo.   Escuchad otra parábola: Había un hombre, un padre de familia, que plantó una viña, la cercó con una valla, cavó en ella un lagar, edificó una torre, y la arrendó a unos labradores, y se marchó lejos.  Y cuando se acercó el tiempo de los frutos, envió a sus siervos a los labradores, para que recibiesen sus frutos.  Pero los labradores, agarrando a los siervos, a uno golpearon, a otro mataron, y a otro apedrearon.  Volvió a enviarles a otros siervos, de mayor importancia que los primeros; y se comportaron con ellos de la misma manera.  Finalmente, les envió su hijo, diciendo: Respetarán a mi hijo.  Pero los labradores, cuando vieron al hijo, se dijeron: Este es el heredero; vamos a matarlo y así nos apoderaremos de su heredad.  Y agarrándolo, lo echaron de la viña, y lo mataron.  Así que cuando venga el señor de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?  Le dijeron: A los malos destruirá sin misericordia, y arrendará su viña a otros labradores, que le paguen el fruto a su tiempo.  Jesús les dijo: ¿Nunca leísteis en las Escrituras:  La piedra que desecharon los edificadores, ha llegado a ser piedra angular.  El Señor lo ha hecho, y es algo que nos deja estupefactos?   Por tanto os digo, que el Reino de Dios os será quitado y será dado a gente que produzca los frutos del Reino.  Y el que cayere sobre esta piedra será quebrantado; y sobre quien ella cayere, lo triturará.     

 (Mateo 21, 28-44)

 

La respuesta de Jesús – aún envuelta en el lenguaje del mashal – no podía ser más clara.  Era verdad que sus interlocutores fingían hacer la voluntad de Dios, pero la realidad es que no le tenían en cuenta en su vida.  De hecho, en el pasado habían desdeñado a los profetas y a Juan.  Ahora lo rechazaban a él e incluso tenían el claro propósito de arrancarle la vida.  Pues bien, que no abrigaran la menor duda de que Dios acabaría ejecutando Su juicio sobre ellos.  De hecho, la fuente mateana señala que “al escuchar sus parábolas, los principales sacerdotes y los fariseos, comprendieron que hablaba de ellos” (Mateo 21, 46).  Lo único que los retuvo en aquel momento de prender a Jesús fue que “temían al pueblo, porque éste lo tenía por profeta” (Mateo 21, 47).

Sin embargo, a pesar de aquel revés, en absoluto habían desistido de su intención de desacreditar a Jesús.  Durante el resto del día, sus distintos enemigos intentaron atraparlo en algún renuncio que permitiera detenerlo bajo algún viso de legalidad y deshacerse de él o, al menos, desprestigiarlo fatalmente.  En pocas ocasiones brilló tanto el agudo talento de Jesús como aquel martes de su última semana de vida.   Cuando los partidarios del rey Herodes y los fariseos le plantearon si debía pagarse el tributo al emperador romano, Jesús no suscribió ni la tesis contraria de los nacionalistas judíos ni la favorable de los herodianos y de los dirigentes judíos acomodaticios.  No.  Jesús pidió que le enseñaran la moneda y preguntó de quién era la efigie que aparecía en ella – un detalle que, dicho sea de paso, muestra hasta qué punto Jesús tenía escasísimo contacto con el dinero – para luego concluir que había que “devolver a César lo que era de César y a Dios lo que era de Dios” (Mateo 22, 21; Marcos 12, 17; Lucas 20, 25).   La respuesta difícilmente podía contentar a unos o a otros.  Por un lado, aceptaba el pago del tributo e incluso reconocía que el gobierno de César podía exigir que le devolvieran algo; por otro, era obvio que no permitía anteponer los intereses de los políticos a los mandatos de Dios al que todo es debido.  Pero además impedía que lo acusaran de nada. 

Tampoco tuvo más éxito la cuestión que le plantearon los saduceos (Mateo 22, 23-33; Marcos 12, 18-27; Lucas 20, 27-40).  Como ya señalamos[1], a diferencia de los fariseos, los saduceos no creían en la resurrección e intentaron ridiculizar tal creencia planteando a Jesús el caso de una mujer que, al enviudar, se hubiera casado con un hermano de su difunto marido cumpliendo lo dispuesto en la Torah.  Para hacer más absurdo el supuesto, los saduceos señalaron que la mujer en cuestión había ido contrayendo un matrimonio tras otro, con los siete hermanos de la familia y, a continuación, le preguntaron con quién estaría casada cuando se produjera la resurrección.  Como tantas preguntas relacionadas con temas espirituales, aquella no buscaba dilucidar la verdad sino burlarse meramente de una creencia que, bajo ningún concepto, se tenía intención de aceptar.  También como en ocasiones anteriores, Jesús no se dejó enredar en una disputa inútil y colocó el foco sobre sus interlocutores.  Su problema no era que desearan saber la verdad sino que, al fin y a la postre, ni conocían las Escrituras ni creían en el poder de Dios.   De lo contrario, habrían recordado que en las Escrituras Dios se presentaba como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, seres que debían estar vivos porque Dios no era Dios de muertos.  Por añadidura, no habrían dudado de que, en Su infinito poder, podía traer a la vida a los que yacían entre los muertos.  Dicho esto – y la cuestión quedaba flotando, de manera elegante, pero innegable, en el aire - ¿cómo podían los saduceos mantener la pretensión de controlar el culto del Templo cuando ni conocían lo que enseñaba la Torah ni confiaban en el poder del Dios al que, supuestamente, servían?

Aquella respuesta de Jesús provocó una efímera corriente de simpatía hacia él procedente de algunos fariseos.  A fin de cuentas, ellos sí creían en la resurrección y aquel hombre había defendido la doctrina de manera efectiva, sólida y razonada.  En aquellos momentos, Jesús no tuvo inconveniente en reconocer que algún escriba podía hallarse cerca del Reino de los Cielos (Marcos 12, 28-34), pero no se engañaba sobre el futuro del movimiento de los fariseos.  No eran - ni serían - capaces de reconocer al mesías, ni de entender su verdadera naturaleza que iba más allá de lo meramente humano como había reconocido el propio rey David al hablar de él en el Salmo 110 (Mateo 22, 41-6; Marcos 12, 35-7; Lucas 20, 41-4).   Por el contrario, seguirían aplastando a sus seguidores con normas cada vez más complicadas de interpretación de la Torah, posiblemente lucrativas, pero nada efectivas para que la gente viviera conforme a la voluntad de Dios y se acercara verdaderamente a Él.  Mateo ha recogido precisamente uno de esos alegatos de Jesús:

 

       Entonces habló Jesús á las gentes y a sus discípulos, diciendo: “Sobre la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos.  Así que, todo lo que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo, pero actuésis conforme a sus obras porque dicen, y no hacen.   Porque atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las colocan sobre los hombros de los hombres, pero ni aun con un dedo ayudar a llevarlas.  Más bien hacen todas sus obras para ser mirados de los hombres, porque ensanchan sus filacterias, y extienden los flecos de sus mantos y aman los primeros asientos en las cenas, y las primeras sillas en las sinagogas, y los saludos en las plazas, y ser llamados por los hombres “Rabbí, Rabbí”.   Pero vosotros, no queráis ser llamados Rabbí; porque uno sólo es vuestro Maestro, el mesías y todos vosotros sois hermanos.  Y padre vuestro no llaméis a nadie en la tierra, porque uno sólo es vuestro Padre, el que está en los cielos… pero ­ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, porque cerráis el reino de los cielos delante de los hombres de tal manera que ni vosotros entráis, ni á los que quieren entrar se lo permitís.  ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque devoráis las casas de las viudas, y como pretexto hacéis largas oraciones.  Por esto, sufriréis un juicio más grave.  ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque dais el diezmo de la menta y el eneldo y el comino, y dejásteis lo que es lo más importante de la Torah, es decir, la justicia y la misericordia y la fe.  Aquello era obligado sin dejar esto otro.  Guías ciegos, que coláis el mosquito, pero tragáis el camello.  ¡Ay de vosotros, escribas y Fariseos, hipócritas! porque limpiais lo que está de fuera del vaso y del plato; pero por dentro estáis llenos de robo y de injusticia.  Fariseo ciego, limpia primero lo de dentro del vaso y del plato, para que también lo de fuera quede limpio

      (Mateo 23, 2-9, 13-14, 23-26).  

 

Las palabras de Jesús – cargadas de pesar – han sido interpretadas como un alegato global contra el judaísmo.  Nada más lejos de la realidad.  Jesús reconocía que buena parte de la enseñanza de los fariseos era cierta.  De hecho, lo que había que seguir era esa enseñanza, pero no las acciones que la acompañaban.  La soberbia, la avaricia, el monopolio de la religión, la explotación de los menesterosos so pretexto de oraciones… todo eso resultaba absolutamente intolerable.  Al formular esa crítica, Jesús se colocaba en la línea del judaísmo tal y como testifica el propio Talmud.  De hecho, si Alejandro Janeo calificó a los fariseos como “teñidos”[2]; y los esenios de Qumrán los calificaron de “estucadores” [3], Jesús los llamó “sepulcros blanqueados” (Mateo 23, 27-8).  De manera bien reveladora, el Talmud señala que había siete clases de fariseos.  De ellas, dos correspondían a los hipócritas, mientras que sólo dos eran positivas[4].  Pero, por añadidura, la diatriba de Jesús puede aplicarse a todos aquellos que, a lo largo de los siglos, incluso entre los que pretenden ser sus seguidores, han antecedido el dogma a la práctica, han aplastado con regulaciones a los hombres, han utilizado la religión para aumentar su fortuna y su poder y, en lugar de franquear la puerta del Reino de los cielos, la han cerrado a los que hubieran deseado entrar en él.    Ésa era la triste realidad que no podía quedar oculta.               

Aquellas controversias que se extendieron durante toda la mañana del martes y que estuvieron vinculadas a nuevos anuncios de juicio por parte de Jesús, debieron confirmar a sus discípulos en sus viejos prejuicios.  Como sucede tantas veces, se hallaban tan apegados a sus ansias que no estaban dispuestos a consentir que la realidad que se les venía manifestando desde hacía meses los apartara de ellas.   Su mente bloqueaba los anuncios claros de Jesús sobre su destino trágico y cercano, mientras que se aferraban a la expectativa de un cambio en Israel que implicara un castigo divino que recaería sobre los sacerdotes, los escribas y los fariseos a la vez que derrotaba a los romanos y los expulsaba de un territorio sagrado.  La situación debía cambiar; el Reino tenía que manifestarse cuanto antes y lo que deseaban era que Jesús les indicara de una vez cuándo iba a tener lugar esa sucesión de esperados acontecimientos.  Aquella misma tarde, esa mentalidad volvería a ponerse de manifiesto cuando Jesús y sus discípulos habían abandonado ya la Ciudad Santa.

El contenido de la conversación ha llegado hasta nosotros transmitido por varias fuentes.  Al parecer, todo el episodio comenzó cuando, al salir del Templo, uno de los discípulos señaló a Jesús la grandiosidad de la construcción (Marcos 13, 1; Mateo 24, 1; Lucas 21, 5).  El comentario era pertinente y lo cierto es que el único resto que permanece hasta el día de hoy de aquellas construcciones – el llamado Muro de las Lamentaciones – sigue causando una enorme impresión en los que lo contemplan.  Sin embargo, la respuesta de Jesús resultó, como mínimo, desconcertante.  En lugar de corroborar la observación, Jesús indicó que llegaría una época “en que no quedará piedra sobre piedra que no sea derribada”. 

Aquel comentario tuvo un efecto inmediato sobre las excitables mentes de los discípulos.  Apenas llegaron al monte de los Olivos, Pedro, Santiago, Juan y Andrés se le acercaron para preguntarle acerca de lo que había afirmado al salir del Templo.  La pregunta que le formularon iba referida a “cuando serán estas cosas” y “qué señales habrá” con anterioridad a que acontecieran (Marcos 13, 4 y Lucas 21, 7). 

La fuente mateana contiene la pregunta de manera ligeramente distinta – “¿qué señal habrá de tu parusía y del fin de esta era?” – lo que ha provocado ríos de tinta a la hora de interpretar el pasaje conectándolo con la segunda venida de Jesús.  Ni que decir tiene que semejante interpretación ha servido para dar base supuesta a algunos de los disparates exegéticos mayores de toda la Historia, dislates en los que se han visto incursas, por supuesto, sectas milenaristas como adventistas del séptimo día y testigos de Jehová, pero también intérpretes de confesiones cristianas menos dadas a dejarse llevar por lo que podríamos denominar escatología-ficción.  De entrada,  hay que subrayar que la palabra griega parusía – que, efectivamente, se utiliza en textos cristianos posteriores para hacer referencia a la segunda venida de Cristo – significa únicamente venida o presencia y en ese sentido la encontramos en distintas ocasiones en el Nuevo Testamento sin ninguna referencia escatológica relacionada con la Segunda venida (I Corintios 16, 17; II Corintios 7, 6; Filipenses 1, 26).  Pero – y esto resulta esencial – ni Pedro, ni Santiago, ni Juan ni Andrés (que no podían siquiera concebir la idea de un mesías sufriente) la hubieran utilizado en esos momentos para referirse a una segunda venida de su Maestro.  Lo que ellos esperaban era ni más ni menos que el Reino se implantara de un momento a otro y, al escuchar las palabras de Jesús sobre la aniquilación del Templo, llegaron a la conclusión de que ésa debía ser la señal de que esa era estaba a punto de inaugurarse.  Pero ¿cuándo sería exactamente?  ¿Cuándo tendría lugar ese hecho de extraordinaria relevancia? 

La respuesta de Jesús respondió precisamente esas preguntas y no tiene nada que ver – lógicamente - con acontecimientos que, presumiblemente, tendrían lugar dos mil años después previamente a su segunda venida[5] .  Cuando se tiene semejante circunstancia en cuenta – y el lector no se pierde en delirantes especulaciones sobre la relación entre las palabras de Jesús y el último conflicto en Oriente Medio, el proceso de construcción europea o la llegada del Anticristo – el texto resulta fácil de entender. 

De entrada, Jesús indicó que debe rechazarse por sistema a aquellos que se presenten como el mesías o afirmando que “el tiempo está cerca” (Lucas 21, 8).  Esa afirmación ya es de por si un motivo suficiente para no creer al que habla y para no dejarse “engañar” (Lucas 21, 8 y par).  Tampoco deberían caer sus discípulos en el error de identificar “las guerras y rumores de guerras” con señales del fin porque no sería así (Lucas 21, 9 y par).  Ni siquiera constituiría una señal del fin la persecución de los discípulos.  Éstos serían llevados ante las autoridades ciertamente - ¿acaso no se lo había advertido al hablarles de la cruz que tenían que llevar (Mateo 16, 24-5)? - pero no debían inquietarse ni temer, sino tan sólo dejar que el Espíritu Santo diera testimonio a través de ellos (Lucas 21, 12 ss y par).   La verdadera señal de que la presente era estaba a punto de concluir sería contemplar Jerusalén cercada por ejércitos (Lucas 21, 20).  Cuando se produjera tal eventualidad, los seguidores de Jesús debían huir (Lucas 21, 21 ss y par), porque el destino de la Ciudad Santa ya estaría sellado.  Precisamente entonces, cuando se viera aniquilada, todos comprenderían que el Hijo del Hombre había actuado, que estaba presente, que había sido reivindicado, que había protagonizado una venida de juicio similar a las ejecutadas por Dios en la pasada Historia de Israel (Lucas 21, 27 y par). 

Por eso, al igual que había sucedido durante la época del Primer Templo, cuando tuviera lugar aquel desastre nacional no deberían apesadumbrarse (Lucas 21, 28 y par).  Por paradójico que pudiera parecer, la destrucción del Templo y de Jerusalén, significaría que Dios había consumado su redención (Lucas 21, 28 y par).  Precisamente por ello, los discípulos no debían inquietarse, sino estar continuamente preparados porque todo sucedería de manera inesperada, pero segura (Lucas 21, 34 ss y par).

La predicación de Jesús sobre el final trágico del Templo cuenta con paralelos no sólo en su época sino – y esto resulta especialmente relevante – también en la tarea de profetas anteriores.  De entrada, no eran pocos los judíos que ya pensaban entonces que, tarde o temprano, Dios terminaría arrasando aquel lugar que se había convertido en una “cueva de ladrones”.  Por supuesto, así lo vieron los sectarios de Qumrán, pero también el fariseo Flavio Josefo cuando el templo fue destruido en el año 70 d. de C. por las legiones romanas [6].  Pero es que además ¿el mismo profeta Jeremías – o Ezequiel – no había anunciado en el pasado la destrucción del Templo de Jerusalén por pecados similares?  No, la predicación de Jesús no era extravagante ni carecía de precedentes en la Historia del pueblo de Israel.  Apuntaba, de hecho, a una “venida” en juicio como otras con que Dios ya había dejado sentir su presencia en la Historia.  Con todo, también había diferencias. 

La catástrofe que ya se perfilaba en el horizonte no sería temporal.  Constituiría el justo castigo de Dios sobre aquellos que no habían querido recibir al hijo del señor de la viña, fundamentalmente, porque se habían apoderado injustamente de ella.   Revelaría, de manera visible e innegable, el final de toda una Era, la que ahora vivían, y el inicio de otra, la que estaba inaugurando Jesús con su próxima muerte.  De hecho, aquella misma tarde del martes – ya el inicio del miércoles según el cómputo judío para medir los días – Jesús volvió a anunciar su muerte, una muerte que tendría lugar tan sólo “dos días” después (Mateo 26, 1-2).   En facilitar ese final iba a tener un papel esencial uno de sus discípulos que, precisamente, chocaría con él en las próximas horas.                  

“Aun el hombre de mi paz, aquel en quien yo confiaba, el que comía conmigo mi pan, alzó contra mi su talón”.   Con estas palabras relataba el Salmo 41, 10 cómo el mesías sería traicionado por uno de los suyos.  Se trataba de una experiencia que, rezumante de amargura, iba a pasar Jesús.  Aquella noche de martes – ya miércoles, según el cómputo judío – Jesús regresó con sus discípulos a Betania.  La cena no tuvo lugar esta vez en casa de Lázaro sino de un tal Simón el leproso (Mateo 26, 6; Marcos 14, 3).  El personaje en cuestión debía de tener cierta relación con la familia de Lázaro porque éste acudió a la cena y su hermana Marta, un personaje notablemente servicial, se ocupó de atender la mesa (Juan 12, 2).   Con esos datos es muy posible que se tratara de un encuentro de amigos que deseaban agasajar a Jesús.   Precisamente en ese contexto, tendría lugar un episodio de enfrentamiento entre Jesús y Judas que ha sido transmitido por las fuentes mateana, marcana y joanea.  Ésta última lo describe de la siguiente manera:

 

         Y le hicieron (a Jesús) allí (en Betania) una cena; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban a la mesa con él.  Entonces María tomó una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, y ungió los pies de Jesús, y se los enjugó con sus cabellos; y la casa se llenó con la fragancia del perfume. Pero uno de sus discípulos, Judas Iscariote, el hijo de Simón, el que lo iba a entregar, dijo: ¿Por qué este perfume no se vendió por trescientos denarios, y se dio a los pobres?  Pero dijo esto, no porque se preocupara de los pobres, sino porque era ladrón, y como se ocupaba de la bolsa, sustraía de lo que se echaba en ella.  Entonces Jesús dijo: Déjala; ha realizado este rito para el día de mi sepultura. Porque a los pobres siempre los tendréis con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis. 

     (Juan 12, 2-8)

 

El relato, en su conmovedora brevedad, resulta extraordinariamente luminoso.  En medio de la cena, María, la hermana de Lázaro, decidió honrar a Jesús de una manera especial.  El hecho no resulta extraño en la medida en que sabemos que se trataba de una de las mujeres que había sido curada de alguna dolencia por Jesús, que formaba parte de su grupo de discípulos y que ya antes había entregado donativos para su manutención (Lucas 8, 1-3).   Por si fuera poco, debía desbordar gratitud al pensar que su hermano había regresado de entre los muertos en virtud del poder sagrado de Jesús.  Adquirió, por lo tanto, un frasco de perfume de nardo y con él ungió los pies del Maestro.  Poco podía sospechar la mujer que, siglos después, exegetas descuidados la confundirían con la pecadora de Galilea que había agradecido el perdón de Jesús con lágrimas (Lucas 7, 36-50) y que, fruto de esa pésima lectura de los Evangelios, se tejería toda una leyenda que se desarrollaría con el catolicismo medieval y daría notables frutos artísticos, pero que, en realidad, carece de base histórica. 

En esta ocasión, la acción de la mujer no provocó la reacción contraria de un fariseo escandalizado, sino la de Judas.  El discípulo que se encargaba de llevar la bolsa común protestó agriamente contra aquel dispendio.  Dado que aquel perfume debía haber costado unos trescientos denarios – una cifra ciertamente muy elevada si se tiene en cuenta que el salario diario de un jornalero era de un denario – lo obligado, según Judas, hubiera sido dárselo a los pobres (Juan 12, 5).  En apariencia, la objeción tenía lógica.  Jesús y sus discípulos llevaban una vida de considerable austeridad y, a juzgar por lo señalado por Judas, de sus magras pertenencias destinaban una parte a los necesitados.  ¿Qué sentido tenía aceptar aquel derroche en algo tan volátil (nunca mejor dicho) como el perfume?  ¿Acaso no hubiera sido más apropiado que María hubiera entregado el dinero que le había costado el frasco de nardo para que con él se ayudara a los menesterosos?  

Sin embargo, Jesús, como era habitual en él, no se dejó enredar por las palabras de Judas.  A decir verdad, lo conocía muy bien.  Él mismo lo había elegido tres años atrás; él mismo lo había colocado al frente de la administración de los haberes del grupo confiándole la bolsa; él mismo se había percatado más de un año antes de que era el único del grupo que había comenzado a deslizarse del camino.  Muy posiblemente, a esas alturas, también sabía que Judas se sentía desengañado por la manera en que habían ido evolucionando los acontecimientos.  El resto de los discípulos se debatía entre el temor y la perplejidad, entre las ilusiones de un futuro triunfal y cercano y la confusión, entre las disputas por los puestos en el Reino que pronto iba a inaugurarse y las enseñanzas relativas al mesías que padecería como el siervo de YHVH.  Sin embargo, a pesar de aquel cúmulo de circunstancias, todos ellos continuaban apegados a él y a la esperanza de que era el mesías.  No era el caso de Judas.  Poco a poco, la fe de Judas se había ido desmoronando aunque no había abandonado el grupo de Jesús.  Fuera como fuese, Judas había decidido obtener algún beneficio de una situación que, en términos generales, consideraba perdida.  Se dedicó a robar y, al parecer, cubrió su inmoralidad con una de las excusas preferidas por aquellos que se quedan con el dinero de otros: afirmar que lo destinaba a los pobres.   

Apenas podemos imaginar la tristeza que debió invadir a  Jesús al contemplar la reacción de un hombre al que había escogido años atrás, al que había confiado una tarea de responsabilidad y al que ahora veía manifestarse con uno de los peores ropajes del ser humano, el del uso hipócrita de la supuesta preocupación por los demás que tan sólo oculta la propia codicia.  Una vez más, Jesús eludió hábilmente el dejarse atrapar por palabras que no comunicaban la verdad sino que tan sólo pretendían ocultarla.   Luego puso el dedo en la llaga reprendiendo en público a Judas.  Aquella mujer había actuado bien, seguramente mejor de lo que ella pudiera pensar porque le había ungido, algo que solía hacerse con los cadáveres y que resultaba especialmente apropiado en su caso ya que moriría en breve.  Se trataba del enésimo anuncio de su muerte, pero con él no había terminado lo que tenía que decir.  Afirmara lo que afirmara Judas, pensara lo que pensara, a los pobres siempre los tendrían con ellos.  Su existencia iba a ser una realidad cotidiana en los tiempos futuros y no faltarían posibilidades de socorrerlos.  No iba a ser así con él ya que moriría dentro de unos días. 

Quizá en aquellos momentos, Judas llegó a la conclusión de que nada tenía ya que hacer – ni que ganar – al lado de Jesús y que lo mejor era obtener algún beneficio de aquella situación, el que le proporcionaran las autoridades del Templo por  entregárselo.  El sendero de la traición había quedado abierto.   

CONTINUARÁ

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