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Miércoles, 25 de Diciembre de 2024

La angustia de no haber sido

Lunes, 9 de Septiembre de 2013

El nacionalismo catalán ha perseguido siempre un modelo que le sirva para vertebrar la denominada nación catalana. Hasta la fecha, no ha tenido éxito en el empeño.

​Lo dejó escrito Josep Plá, sin duda, el escritor más importante en lengua catalana: “En los inicios (del catalanismo) eran cuatro gatos…”. No era poco reconocimiento ya que, a continuación añadía que en las aldeas de Cataluña recibían a los catalanistas como bichos raros y que la única presencia de tan peculiar ideología solía ser algún hombre de cierta posición social en la comarca y “fama de chalado”. El catalanismo, pronto convertido en nacionalismo, no contaba con partidarios en una tierra donde todos estaban convencidos de ser tan españoles – incluso más – que andaluces o manchegos. Precisamente por esa ausencia de raíces históricas su devenir ha sido un ir dando tumbos de la mano de los acontecimientos más diversos y alejados de la Historia de Cataluña. A finales del siglo XIX, con las Bases de Manresa frescas, el catalanismo decidió inspirarse en la idea de “sangre y suelo” que tanto peso tenía en el nacionalismo de mayor relevancia a la sazón, el germánico. No puede sorprender que Wagner sólo levantara pasiones en Cataluña de todo el territorio español y que el Liceo se complaciera en esa afición. Casi un siglo después, los neo-nazis – que en España sólo tuvieron eco en Cataluña – también se legalizaron como un círculo wagneriano, aunque esa entidad se dedicara fundamentalmente a vender literatura que negaba el Holocausto. A inicios del siglo XX, el nazismo sólo prendió, mínimamente todo hay que decirlo, en Cataluña, pero sus camisas azul celeste poco tenían que hacer frente a las pardas de Hitler. Fuera de ese círculo mínimo, sin embargo, los catalanistas ya se referían de manera abierta a una “raza catalana” y personas tan ilustres por otros conceptos como el Dr. Bosch medían los cráneos peninsulares para llegar a la conclusión de que los catalanes eran distintos de los del resto de los hispanos. Lo daba la época porque, casi en paralelo, Jordi Pujol estudiaba en un centro educativo alemán donde se enseñaban las bondades del nacional-socialismo y Heinrich Himmler, el Reichsführer de las SS, sólo mostraba interés en una visita a España en visitar Montserrat por eso de si eran ciertas las conexiones arias. Los nacionalistas catalanes – derrotados en una guerra donde los republicanos más ilustres como Azaña lo denostaron como traidores y disparatados – intentaban restañar las heridas del fracaso de los años veinte y treinta y dar el salto hacia el día después de lo que se denominaría el “hecho biológico”, es decir, la muerte del dictador. Recibieron un apoyo extraordinario de los obispos católicos – no por nada se les conocía como los Kumbayás – pero no terminaron de cuajar como grupo verdaderamente demócrata-cristiano porque la idea de la nación casaba mal con una entidad supranacional. En los setenta, mientras un escarmentado Tarradellas insistía en que en Cataluña “no había culos para tantos calzoncillos” como se fabricaban, Pujol coqueteaba con la idea sionista como modelo de un nacionalismo que estaba recreando a su imagen y semejanza. Se trataba de un acercamiento vano porque ni Cataluña había sido nunca una nación, ni los catalanes habían sufrido una diáspora de siglos ni se iban a poner a plantar huertos en el desierto. A lo sumo a lo que podía aspirar era a que la gente aprendiera catalán, pero tampoco aquí el éxito fue tan claro como en Israel ya que lo obligado nunca da el mismo fruto que lo voluntario. Con la desintegración de la URSS, Pujol trazó paralelos con las repúblicas del Báltico. Otro absurdo porque, invadidas en 1940 por Stalin, nada tenían que ver con Cataluña. Luego vino Quebec, símil abandonado cuando los secesionistas fueron derrotados en un referéndum y, por añadidura, se conocieron las cifras económicas de aquella maniobra. A continuación, sólo quedó la nada de repetir mentiras históricas – Casanova era un nacionalista, Cataluña es una nación, etc – provocando, finalmente, entre ciertos sectores de la sociedad catalana el mismo temor que la Esquerra causó a Cambó y a Plà hasta el punto de que ambos colaboraron con el general Franco para detener la revolución desencadenada por el Frente popular. Al final, el sentido práctico de los que tan sólo deseaban ampliar unos privilegios y favorecer unos intereses se acababa enfrentando con los que amenazaban con descarrilar el tren levantando la bandera de una inexistente nación. ¿Puede tratarse de un problema más psicológico que político? Américo Castro escribió en relación con la Historia difundida por los nacionalistas catalanes: “se inspira, no en lo que fue, sino en la angustia de no haber sido lo que el catalán desearía que hubiese llegado a ser”. Si así es, la clave estaría más en contemplar la realidad del pasado y del presente para construir el futuro que en inventar una Historia y aniquilar un sistema para hundirse en la miseria venidera.

Artículo publicado en www.larazon.es

PS: Y naturalmente uno se pregunta a qué juega Rajoy reuniéndose en la clandestinidad con Artur Mas.

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