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Jueves, 26 de Diciembre de 2024

Las razones de una diferencia (XXV)

Domingo, 4 de Mayo de 2014

¿Hay salida? (XIII): Sagrado localismo

​España fue una de las primeras naciones en formarse en Occidente. Ya en el s. V nos encontramos con textos referidos a una nación española en la que habían confluido elementos nativos y romanos y a los que se había sumado otro germánico de no escasa relevancia. Esa nación resultaba especialmente frágil, en parte, por el peso enorme de una iglesia católica empeñada en ejecutar unas medidas antisemitas que algún historiador, un tanto exageradamente, ha calificado de “solución final” y por una monarquía partidista más ocupada en satisfacer a determinadas oligarquías que en asentar el aparato del estado. No puede sorprender que la nación se viera institucionalmente aniquilada tras la invasión islámica de 711. Sin embargo, el sentimiento nacional sobrevivió durante los siglos siguientes y, como hemos mostrado en España frente al Islam, la apelación a liberar y reunificar la España que ya existía a inicios de la Edad Media resultó constante durante la Reconquista. Esa empecinada persistencia de una conciencia nacional debería, en teoría, haber proporcionado unas bases extraordinariamente sólidas a la nación española. No fue así y el problema persiste hasta el día de hoy simplemente porque la reconstrucción nacional a finales del s. XV no fue la adecuada,

Los Reyes Católicos –tan notables por tantas razones– asentaron la reconstrucción nacional en dos factores que no iban a estar ni lejanamente a la altura de las circunstancias: la Corona reconocida por los distintos territorios y la unidad – exclusividad– religiosa sustentada sobre el dominio espiritual de la iglesia católica. Se puede decir que el error era lógico en la convicción de que semejante realidad iba a resultar perdurable. La realidad es muy diferente. Quizá el error de la monarquía era comprensible e inevitable. El de apoyar la unidad nacional en el respaldo de la iglesia católica, no y menos en personajes tan astutos como Fernando el Católico. A decir verdad, ya en esa época, un personaje que admiraba profundamente al rey español y que se llamaba Maquiavelo había señalado una gran realidad, la de que si Italia no podía reunificarse se debía a la Santa Sede. En otras palabras, la iglesia católica no era garantía de fortalecimiento nacional sino más bien de una precariedad indefinida que derivaba directamente de los intereses del papado. El análisis que Maquiavelo aplicaba con toda la razón a Italia donde la reunificación tenía como enemigo principal al papa históricamente iba a ser igual de cierto en otras naciones y el choque entre Reforma y Contrarreforma lo iba a dejar de manifiesto de manera indiscutible.

La razón de ese fenómeno, ciertamente apasionante, es que, desde hacía siglos, la iglesia católica, además de sus pretensiones espirituales, contaba con una agenda política que no sólo podía oponerse a la de las naciones donde estaba asentada sino que además se imponía sin ningún tipo de contemplaciones. Semejante situación estaba más que consolidada a finales del s. XV, pero era fruto de una larga evolución de siglos. A decir verdad, pocas historias resultan más apasionantes que la de un obispo, el romano, que pasó de ser uno más en el conjunto de un cristianismo clandestino a convertirse en una potencia mundial con tropas y territorios propios. El obispo de Roma –convertido, al fin y a la postre, en papa– había visto aumentar su poder en paralelo al desplome del imperio romano de Occidente. De manera bien reveladora –que muestra la distancia entre lo que fue aquel obispo en sus inicios y lo que iría siendo a lo largo de la Edad Media– la primera declaración de carácter dogmático emitida por un obispo de Roma no tuvo lugar hasta Ceferino (198/199-217) y en los años siguientes, otro obispo, Hipólito (217-235) padeció el primer cisma de la iglesia de Roma; situación que se repitió con Cornelio (251-253) y Novaciano (251-258) y que coexistió con la apostasía de Marcelino (296-304) o la existencia de una sede vacante del 308 al 310. Roma ni era una realidad episcopal tranquila y difusora de luz ni tampoco contaba con el monopolio de las pretensiones de ascendencia petrina. Como el propio Ratzinger, siendo cardenal, reconoció (La sal de la tierra, Madrid, 1997, p. 196) el concilio de Nicea, ya en el siglo IV, se refirió a tres sedes primadas: Roma, Antioquía y Alejandría. Todas ellas pretendían ser de origen petrino y, como Ratzinger señaló también en esa época, la vinculación de Roma con Pedro era antigua, pero no necesariamente de la Era de los apóstoles, una afirmación bien notable para alguien que ha terminado siendo papa.

Pero no nos desviemos. Mencionaba antes el concilio de Nicea. De manera bien reveladora, ese concilio, de importancia esencial para la Historia del cristianismo, ni fue convocado por el obispo de Roma –sino por el emperador Constantino– ni presidido por él o por representante suyo. Para remate, antes de que concluyera el siglo IV, el papa Liberio (352-366) había incurrido en herejía, el primero de una lista significativa de papas herejes. Insistamos: la diócesis de Roma en términos estrictamente históricos era bien diferente de los desarrollos teológicos que comenzarían con posterioridad y que culminarían en 1871 con el dogma de la infalibilidad papal forjado en medio de un intento desesperado por conservar los Estados pontificios en medio de una Italia al fin reunificada como nación.

Esa situación de humilde precariedad inicial varió con el colapso del imperio. El vacío político fue cubierto con verdadera fruición por el obispo de Roma aunque semejante empeño no resultara fácil y se prolongara a lo largo de la Edad Media. No deja de ser significativo que el saqueo de Roma por Alarico fuera aprovechado por el papa Inocencio I para proclamar la primacía romana lo que, dicho sea de paso, provocó la ruptura con las sedes de Antioquía y Alejandría que se consideraban no menos primadas y petrinas.

Durante los siglos siguientes, el papado, empeñado en contar con un poder temporal creciente, no dejó de chocar con los poderes políticos a los que deseaba fuertes si podía utilizarlos como sumisa espada, y a los que no dudaba en debilitar si los concebía como una posible amenaza. El resultado de esa tensión fue diverso. Si León III (795-816) no dudó en coronar a Carlomagno como emperador, el emperador fue, por su parte, el que nombró a papas como Juan XII, León VIII, Benedicto V, Juan XIII o Benedicto VI por citar tan sólo unos cuantos. Tan sólo Enrique III de Alemania designó papas a Clemente II (1046-1047), Dámaso II (1048), León IX (1049-1054) y Víctor II (1055-1057). Se puede insistir en la independencia política del papado a lo largo de los siglos, pero semejante afirmación no pasa de ser un mito absolutamente inverosímil para cualquiera que conozca mínimamente la Historia. Sí hay que reconocer que la respuesta papal de enfrentamiento con el poder político no fue precisamente moderada. Inocencio III (1198-1216) no dudó en sostener en el concilio lateranense de 1215 que “ningún rey puede reinar de manera adecuada a menos que sirva devotamente al vicario de Cristo”. No era banal la afirmación en medio de un concilio que había decretado el exterminio de los albigenses a sangre y fuego. No era banal tampoco porque sus sucesores Alejandro IV, Urbano IV y Clemente IV no dudaron en aliarse con Francia para enfrentarse con Alemania. Pero tampoco Francia, de acuerdo a los intereses papales, podía ser demasiado poderosa. Bonifacio VIII (1294-1303) así se lo hizo saber al francés Felipe IV al publicar la bula Unam sanctam que establecía el sometimiento del poder político al poder papal. La respuesta de Francia fue fulminante. Las tropas francesas se llevaron la sede papal a Aviñón donde estuvo desde el reinado de Clemente V (1305-1314) hasta el de Gregorio XI (1370-1378). Fue un episodio apasionante que contó con personajes peculiares como el papa Juan XXII –que condenó la doctrina de la infalibilidad papal como “obra del Diablo” en la bula Qui quorundam de 1324– y que fue seguido por el famoso Cisma de occidente en el que coexistieron a la vez varios papas.

 

El Renacimiento alboreó con unos eruditos que deslegitimaron el poder temporal del papado demostrando, por ejemplo, que laDonatio Constantini –el documento por el que supuestamente el emperador le había entregado los Estados Pontificios al papa– no era sino una falsificación y con unos papas convencidos de que la política óptima era la sumisión de las distintas naciones a sus dictados y la contraposición entre ellas para evitar que cualquiera fuera fuerte. La nación que se sometía –y no se engrandecía demasiado– podía contar con el beneplácito papal, la que pretendía fortalecerse o manifestaba alguna veleidad de independencia chocaría con la Santa Sede. Se trataba de una conducta que se prolongaría durante siglos y que tendría entre sus víctimas principales a la nación española.

Mientras que las naciones donde triunfó la Reforma se afianzaban con un robusto sentimiento nacional –que no derivaba de la religión ni siquiera en los casos en que pudiera existir una iglesia oficial– y dejaban de manifiesto que no estaban dispuestas a que su devenir patrio viniera marcado por las conveniencias de la Santa Sede, Italia o España sufrieron un aciago destino contrario. Resulta verdaderamente impresionante contemplar la configuración nacional de naciones que se habían sumado más tardíamente a ese camino simplemente porque aceptaron en su seno la Reforma. Holanda, Suecia, Dinamarca, Noruega, Finlandia, Alemania y, por supuesto, Inglaterra emergieron conscientes de un sentido nacional que no han cuestionado en ningún momento en medio milenio y, al mismo tiempo, se fueron beneficiando de otras consecuencias de la Reforma que explican, entre otras cosas, por qué ninguna de ellas forma parte del grupo de PIIGS de la Unión Europea.

No tuvo esa fortuna la España que se sumó a la Contrarreforma. Si Carlos V sufrió lo que era tener a un papa aliado con Francia y situado militarmente en contra de sus proyectos, los restantes Austrias se vieron embarcados en una política de defensa de la Contrarreforma que tuvo como consecuencia directa la aniquilación de la hegemonía española para hacer valer los intereses de la Santa Sede.

 

Durante los siglos siguientes, a diferencia de naciones como Inglaterra, Suecia, Noruega, Dinamarca u Holanda, donde el sentimiento nacional era nacional y no nacional-religioso o nacional-católico, la nación española encontró para afianzarse como tal un obstáculo espantoso en una iglesia católica que utilizó como instrumento privilegiado a su favor el localismo. Cuando, a inicios del siglo XIX, se dibujó la posibilidad de que se estableciera en España un estado liberal, la iglesia católica le contrapuso un tradicionalismo medieval y, muy marcadamente, localista. Era lógico. Un estado liberal –y fuerte– iba a buscar, a fin de cuentas, acabar con los privilegios seculares de la iglesia católica y, sobre todo, no consentiría que su política impregnada de libertad viniera marcada desde la Santa Sede que condenaba, por ejemplo, conceptos como la soberanía nacional o la libertad de expresión. El intento liberal no podía, por lo tanto, prosperar. De esa manera, las guerras civiles asolaron España para que el estado no fuera moderno ni liberal sino católico y medieval y en ese intento de volver hacia atrás el reloj de la Historia el localismo tuvo un papel extraordinario como sabe cualquiera que conozca la Historia del carlismo. A lo largo del s. XIX, semejante actitud heló el corazón –por utilizar la expresión machadiana– de no pocos españoles. El catolicismo implicaba quedarse anclado en un pasado que añoraba la teocracia y la Inquisición –su última víctima, el protestante Cayetano Ripoll, fue ejecutado nada más pasar por España los Cien Mil Hijos de San Luis– y que aborrecía la modernidad y la libertad ya que el liberalismo era entonces pecado, como expresó con elocuencia un sacerdote catalán. Por el contrario, la modernidad acabó, privada del trasfondo protestante de las naciones del Norte de Europa o de Estados Unidos, cayendo en manos de la masonería y derivando hacia un anticlericalismo que no era bueno y, por añadidura, con la aparición de la izquierda, hacia la erosión incluso del concepto de nación siquiera porque la formulación “oficial-católica” resultaba inaceptable para quien soñaba con sustituir a esa misma iglesia en las almas y los corazones de los españoles.

Los intentos de síntesis entre catolicismo y modernidad fracasaron y además lo hicieron en no escasa medida gracias a un localismo que la iglesia católica cultivó con mimo como arma ofensiva. En Francia, vascos y catalanes eran franceses dentro de una Francia unida, libre, fuerte e independiente de la Santa Sede; en España, vascos y catalanes tenían que acentuar sus diferencias –y si llegaba el caso oponerse a la nación– precisamente para que no llegara nunca a estructurarse una nación unida, libre, fuerte e independiente de la Santa Sede. El mismo Cánovas, antes de morir, había renunciado al liberalismo para aceptar un proteccionismo católico y localista y consagrar los privilegios económicos de regiones como las Vascongadas, Navarra y Cataluña, privilegios que persistirían y que causarían daños enormes a la nación española.

 

Ya bien entrado el siglo XX, la iglesia católica pudo, a la vez, apostar por el nacionalismo en Cataluña y Vascongadas –incluso tras una guerra civil en la que no había sido exterminada gracias a la acción de Franco– y por un nacional-catolicismo español que, sustancialmente, consistía en la aceptación de que se convirtiera en un estado dentro del estado. A fin de cuentas, Franco –agradecidos los servicios con el palio– era cuestión de un día y los intereses políticos de la Santa Sede se extendían más allá en el tiempo que el paso efímero de un dictador.

En los años sesenta, resultaba obvio que la iglesia católica –cuestión aparte eran sus bienintencionados fieles– ya se había preparado para cualquier posible evolución posterior de la política española. Muerto Franco, había barrido a los restos del franquismo como si nunca hubiera tenido nada que ver con el régimen, intentaba salvar los innumerables muebles del Concordato firmado con Franco mediante los acuerdos con el Estado e incluso disponía de sacerdotes –nunca suspendidos a divinis– en el PCE por eso de si en España triunfaba un “compromiso histórico” a la italiana. Pero, sobre todo, seguía cultivando el localismo contra un poder nacional que pudiera resultar díscolo y verdaderamente modernizador. Así, de manera nada sorprendente, contaba con obispos nacionalistas en Vascongadas y Cataluña. Maquiavelo, que no tenía precisamente afecto por la institución, difícilmente lo habría hecho mejor.

Y en esas seguimos a día de hoy con una España que sigue teniendo problemas de identidad legitimados espiritualmente gracias a personajes como monseñor Sistach y los otros obispos catalanes que nos recuerdan la realidad de la nación catalana, o a monseñor Setién –tan comprensivo con ETA– o a monseñor Uriarte –visitador de Díez Usabiaga en prisión– defendiendo a la oprimida Euskalherría. Los obispos de las diócesis vascas – siempre tan equidistantes– ocasionalmente recuerdan que hay que orar por las víctimas del terrorismo. Se trata de una excelente sugerencia porque pocos seres como ellos han contribuido tanto a humillarlas, abandonarlas y crearles una ansiedad terrible y un indecente sentimiento de abandono. Personalmente, no tengo la menor duda de que si un día, las Vascongadas –o Cataluña– se declararan independientes, en medio de las banderas nacionalistas veríamos a los obispos entonando Te Deum y a los sacerdotes católicas celebrando la liberación de las naciones oprimidas por el yugo español. A fin de cuentas, los intereses de la nación española son unos y los de la Santa Sede son otros y han chocado siempre que España pretendía ser libre, fuerte e independiente de tutelas religiosas.

Semejante situación ni puede ni debe perdurar como, trágicamente, lo ha hecho a lo largo de los siglos. España es una nación cuya condición definitoria no puede quedar sometida al capricho de una confesión religiosa que lo mismo pone una vela a la unidad nacional que otra a la secesión legitimando ambas con una duplicidad moral pasmosa. Los españoles deben asumir que son ciudadanos con independencia de su religión, de su raza, de sus ideas políticas o de su situación económica y que se definen, fundamentalmente, no por la adscripción al terruño o por un localismo miope sino porque creen en esa nación por encima de cualquiera de esas circunstancias y precisamente por ello la defienden por encima de cualquier otra consideración.

Sólo cuando asumamos esa defensa de la nación por encima de localismos no pocas veces bendecidos podremos asumir los retos que ahora la acosan. Mientras no sea así, padeceremos, como en los siglos anteriores, consecuencias tan terribles como las padecidas por naciones como Irlanda o como Italia, aquella nación que, como señaló Maquiavelo, jamás podría reunificarse mientras existieran los Estados pontificios.

CONTINUARÁ

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