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Viernes, 27 de Diciembre de 2024

Graduation

Miércoles, 28 de Mayo de 2014

Creo que más de uno sabe que el sábado pasado fue la graduación de mi hija Lara. Voy a librar a los amables lectores de una descripción de ese acto espectacular que son las graduaciones en una universidad norteamericana. A este lado del Atlántico, son conscientes de la importancia de la universidad y lo demuestran a cada paso. En España, a lo sumo, los rectores te organizan saraos nacionalistas, homenajes a uno de los dos bandos de la guerra civil – que ya huele – manifestaciones sindicales o ruinas de la universidad con acciones económicas dudosas. Incluso hay profesores que defienden dictaduras como la cubana o la implantada por Chávez en Venezuela. Pero ése es otro tema. A lo que yo iba es a que el sábado, mientras se desarrollaba la graduación, en los caminos del recuerdo se me fueron agolpando episodios de los últimos años relacionados con aquel momento.

Por ejemplo, recordé cómo empecé a ahorrar para pagar los estudios de mi hija hace más de quince años porque sabía lo que deseaba para ella, porque sabía que eran caros y porque sabía que nunca podría dejarle nada mejor que una buena formación. Por ejemplo, recordé aquella mañana oscura, incluso negra, en que hubo que llevarla a las afueras de Madrid para realizar el examen de SAT sin el que no se puede entrar en una universidad de Estados Unidos y me encontré a padres que me dijeron cómo sus hijos ya era la tercera e incluso la cuarta vez que se presentaban. Lara lo pasó la primera porque había estudiado en un colegio bilingüe, un colegio que me costó mil y un sacrificios incluido el de no tener una vivienda propia y, especialmente, el de escuchar las chanzas de los que me decían que era un estúpido al gastarme en un colegio lo que debería emplear en comprar un piso. Quizá tenían razón, pero yo preferí vivir de alquiler y darle una buena educación a mi hija.

Por ejemplo, recordé la búsqueda de universidades en compañía de Viviana y Dany, un matrimonio amigo de Texas, todo ello bajo un calor terrible y hablando con infinidad de profesores.

Por ejemplo, recordé cómo Lara fue admitida en todas las universidades que solicitamos aunque, finalmente, optamos por SMU.

Por ejemplo recordé la primera vez que llegué con Lara a la universidad y ella, abrumada por lo que veía, me dijo: “Pero, papá, si es enorme… si parece una ciudad”.

Por ejemplo, recordé cómo aquel mismo día, Lara procuró arreglárselas por si sola al cabo de unos minutos de llegar a la universidad y contemplé – satisfecho – cómo salía de uno de los encuentros hablando con otros compañeros como si llevara allí años.

Por ejemplo, recordé la primera despedida. No quise que Lara me viniera a despedirse de mi al aeropuerto – era muy temprano – y le di un beso mientras seguía acurrucada en la cama y agradecí a Dios en el auto que la oscuridad nos rodeara porque yo llevaba los ojos empañados.

Por ejemplo, recordé aquella madrugada en que Lara me despertó para decirme que estaba en una silla de ruedas, en un hospital de Texas, porque acababa de atropellarla un automóvil cuya conductora iba mandando mensajes.

Por ejemplo, recordé también cómo me dijo que se encontraba en una silla de ruedas y que no sabía si tenía rotas las dos piernas y cómo le pedí que moviera los dedos de los pies, a pesar del dolor, para poder averiguar cómo se hallaba.

Por ejemplo, recordé como, en Es.Radio, nadie me sugirió que fuera a verla porque el programa tenía que salir cada noche y durante unos días eternos la única comunicación que pude tener con mi hija que no podía moverse fue la telefónica.

Por ejemplo, recordé como, apenas salir de semanas yendo en silla de ruedas, la universidad de mi hija me ofreció enseñar en la Facultad de teología porque habían visto mi Nuevo Testamento interlineal griego español. Yo deseaba más que nada estar al lado de mi hija y la oferta era tentadora, pero rechacé el ofrecimiento por no dejar a la gente de Es. Radio en una situación delicada.

Por ejemplo, recordé cómo, sacando el tiempo de cualquier lado, durante estos cuatro años leí los ensayos de Lara y no pocos de sus libros de lectura obligatoria para poder asesorarla.

Por ejemplo, recordé las llamadas a las cuatro, o las tres, o las dos de la mañana que Lara me hacía para que le aclarara episodios de la Historia de la Grecia clásica, aspectos de la conjugación árabe o recovecos del latín. Fueron llamadas maravillosas porque, aunque interrumpían el poco tiempo que tenía para descansar, me permitían charlar con ella unos minutos y ver cómo se iba desarrollando su conocimiento.

Por ejemplo, recordé la alegría que sentí cuando Lara me dijo que le habían concedido una beca para estudiar el Holocausto en Polonia durante el invierno pasado.

Por ejemplo, recordé cómo, poco a poco, Lara fue encontrando que su mayor interés estaba en Extremo Oriente y como, durante varios veranos, viajó a India trabajando incluso en una legación diplomática.

Por ejemplo, recordé cómo, hace unos meses, para poder marcharse a China, Lara comenzó a estudiar de manera acelerada el mandarín hasta cubrir un curso universitario en sólo dos meses.

Por ejemplo, recordé esas y docenas de cosas más de estos cuatro años. Y entonces, apenas concluida la graduación, mi hija se acercó con la orla de honor que llevaba sobre la toga. Me comentó que existía una tradición que llevaba a los estudiantes a regalar esa orla a la persona que más los había estimulado, que más los había ayudado, que más los había inspirado en el curso de sus estudios. Acto seguido, me dijo que esa orla sólo podía ser para mi. Y yo me dije entonces que, a pesar de tantos costes y sacrificios y dificultades desde hacía más de dos décadas, todo, absolutamente todo, había merecido la pena.

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