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Jueves, 26 de Diciembre de 2024

Dos oligarcas

Martes, 22 de Abril de 2014
​“¿García Márquez?”, me preguntó sorprendido el colombiano con el que hablaba en Bogotá allá por los años ochenta. “Sí…”, musité descolocado al ver el rostro de mi interlocutor. “Pero, amigo mío, si ustedes creen que García Márquez es un progresista, se equivocan. ¡Es un oligarca! ¡De los peores!”.

Aquellas palabras me sumieron en el desconcierto, pero fueron el inicio de la corroboración, por enésima vez, de que se puede ser un gran escritor o un artista incomparable y, a la vez, dejar mucho que desear en términos humanos. Quizá la circunstancia más clara – no la única – en que se manifestó la contraposición entre el talento literario y la decencia política de García Márquez fue su amistad con Fidel Castro. Durante años, el dictador cubano no dejaría de repetir que querría reencarnar en Gabo a la vez que relataba como su amistad se había prolongado más de un cuarto de siglo. Cuando se conocieron continúa siendo casi un enigma. Fidel ha revelado que, estando en Colombia, en un congreso de estudiantes hispanoamericanos en cuya organización había tenido un enorme papel, se había producido la muerte de Gaitán y el famoso bogotazo y que el periodista que escribía las crónicas a su lado era García Márquez. Quizá sí o quizá sea sólo una concesión al mito a que tan aficionado ha sido siempre Fidel. Lo que sí es seguro es que cuando la revolución acababa de triunfar en Cuba y la agencia de noticias del régimen apenas había nacido contrató a un periodista colombiano llamado Gabriel García Márquez. La colaboración entre la dictadura y el escritor no dejaría de ser estrecha.

Se ha insistido en que fue Gabo el que buscó a Fidel de manera incesante hasta lograr su amistad. Si así fue, no quedó defraudado. Al menos una vez al año, Gabo visitaba Cuba y recibía los agasajos del régimen sin despeinarse. Incluso cuando Fidel cumplió los setenta años, el colombiano estuvo encantado de acudir a celebrar el evento. Fue una de tantas veces. En la propia Colombia, con ocasión de la IV Cumbre Iberoamericana, cuando los anfitriones organizaron una visita en coche de caballos por el recinto amurallado de Cartagena, Fidel insistió en que Gabo lo acompañara. Lo hizo burlándose de las medidas de seguridad y alegando que así evitaría que lo dispararan. Pero de esa amistad lo más llamativo no fue la disposición del dictador caribeño a aprovecharse de un intelectual como Lenin había hecho con Gorky o Stalin con Shólojov. Lo más sensacional fue la sumisión absoluta, verdaderamente servil, que el escritor rindió a Castro. Cuando en 1988, el periodista italiano Gianni Miná escribió una biografía de Castro, García Márquez se apresuró a prologarla con un escrito titulado “El Fidel Castro que creo conocer”. El relato de Gabo era puro y duro culto a la personalidad, aunque sin la grandeza de los homónimos soviéticos. Las afirmaciones contaban con paralelo en otras piezas de “agradaores” del poder. Así, García Márquez relataba que Fidel no dormía porque estaba ocupado en sus tareas – curioso paralelo con la lucecita del Pardo o la del despacho de Mussolini - que había renunciado al tabaco para combatir la adicción, poseía aficiones literarias variadas que iban “desde tratados de hidroponía hasta novelas de amor” y que controlaba la dieta disciplinadamente incluso sobreponiéndose a “su debilidad por los espaguetis que le enseñó a preparar el primer Nuncio Apostólico de la Revolución, monseñor Cesare Sacchi”. Pero no eran sólo esos conmovedores detalles en una isla donde millones sufren la dieta miserable del socialismo. Además el colombiano afirmaba que Fidel tenía una “paciencia invencible” y que escribía bien, como “un profesional”, un elogio nada pequeño viniendo de Gabo. Por si fuera poco, el premio Nobel informaba de que Castro – “hombre de costumbres austeras e ilusiones insaciables” - buscaba la cura contra el cáncer, mantenía una política exterior de potencia mundial y era - ¡pásmese el lector! – pudoroso. No resultaba tan sorprendente si se tiene en cuenta que García Márquez definió a la pavorosa dictadura cubana como “comunión de los santos”. No se redujo el servilismo de Gabo a una adulación desmesurada que provocaba – y provoca vergüenza ajena. Además el escritor aceptó difundir la buena nueva castrista desde el principio. En Bogotá, por ejemplo, actuó como corresponsal de la agencia de noticias cubana Prensa Latina. El invento era más que significativo porque el director era el argentino Jorge Masetti, que tiempo después se dedicaría a intentar implantar las células guerrilleras en el norte del país. En los años setenta, cuando Castro se había convertido en un instrumento de Brezhniev – que nunca terminó de fiarse de él – en el Tercer mundo, Gabo escribió “Operación Carlota: Cuba en Angola”, donde defendía la intervención cubana en África. La apología era tan intolerable, tan disparatada, tan absurda que, finalmente, Fidel accedió a convertir a Gabo en un amigo oficial. A cambio perdió otros. Por ejemplo, Mario Vargas Llosa no dudaría en calificarlo de “lacayo”. No era justo en su apreciación porque jamás se trató a un lacayo como Fidel trató a Gabo. No puede sorprender que Castro interpretara el premio Nobel concedido a García Márquez a inicios de los ochenta como propio. Pero aún quedaba mucho camino por recorrer. Gabo se convirtió en un embajador del criminal régimen en lugares a donde la diplomacia no podía llegar. García Márquez fue embajador de Fidel ante Clinton y repitió el oficio en las conversaciones que durante la primera década del siglo XXI se celebraron entre el gobierno colombiano y el ejército de liberación nacional en la isla. Todavía en 2009, Gabriel García Márquez redactaba un artículo en Cuba Debate, un medio castrista por supuesto, repitiendo la hagiografía del tirano. Gabo escribiría: “Su más rara virtud de político es esa facultad de vislumbrar la evolución de un hecho hasta sus consecuencias remotas… pero esa facultad no la ejerce por iluminación, sino como resultado de un raciocinio arduo y tenaz”. Si García Márquez hubiera escrito eso de Videla, de Pinochet, de Franco no se lo habrían perdonado jamás. Lo hizo de Fidel. ¿Estaba García Márquez en sus cabales mientras cantaba las loas de un régimen del que alguien tan lastrado ideológicamente como José Saramago acabó distanciándose? ¿Agradecía la manera en que el dictador lo había ayudado a promocionarse como “escritor comprometido”? Nada se puede descartar, pero quizá lo que más pesó en el ánimo de García Márquez fue el haber encontrado un alma gemela como, por otra parte, también supo ver el propio Castro. Ambos eran oligarcas y, en un momento dado, decidieron cubrir esa mentalidad transmitida casi sanguíneamente con el marxismo como, por otro lado, hizo el mismo Lenin. Que cualquiera de los dos entendiera realmente los escritos de Marx es otro cantar, pero, sin duda, ambos hallaron una auto-legitimación en su opción ideológica y una legitimación recíproca en el canto de las loas respectivas. También ambos darían muestras de un talento notable y por supuesto nunca sufrieron en carne propia la vida real en un régimen comunista. Lo cierto es que el hecho de que de semejante gobierno brotaran la desgracia, la opresión y la miseria de millones de personas nunca les importó. Suele suceder con los oligarcas.

 

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